28/9/09

UN VERANO EN LA BIRHAN SCHOOL





Por Maria José


He de reconocer que, cuando Victoria me propuso ir a la escuela de Birham en Yeka como profesora de inglés para sus maestros, me sentí un poco abrumada. Es cierto que fui yo quien le pidió colaborar durante el verano en alguno de los proyectos de Mediterranea, pero había una serie de aspectos que me hacían sentir un poco insegura (y, sí, asustada) durante la preparación de mi viaje.


Por una parte, estaban los problemas que habían surgido en la escuela con el anterior Edir. Me producía cierta preocupación el pensar que algunas de las personas “destronadas” pudieran verme como responsable de su pérdida de privilegios.


Por otra parte, el ser la única “faranchi” de los contornos me atraía y me daba reparo a la vez.


Además, estaba el hecho de dar clases a maestros cuando yo no soy profesora y menos aún de inglés, ¡se darían cuenta al instante que nunca antes había impartido una clase de ese idioma!


Por último, he de explicar que estoy tramitando la adopción de un niño de Etiopía. ¡No sabía cómo iba a reaccionar cuando me enfrentase a los cerca de 180 niños de la escuela!


Pero todos estos miedos, todas mis inseguridades se desvanecieron en el momento en el que pisé la escuela de Birham por primera vez, acompañada de Zerihun, quien me presentó al personal de la escuela y me ayudó a acordar los horarios y la organización de las clases. El personal de la escuela resultó ser encantador, me acogieron estupendamente y me hicieron sentir como en casa. Y al decir el personal me refiero a todos. Desde de directora hasta la limpiadora, pasando por el resto de maestros, las chicas de la cocina, los guardas... ¡por no hablar de los niños!


Un día en la escuela de Birham comienza temprano. No sé muy bien a qué hora empiezan a llegar los niños, pero en torno a las 8:15, cuando yo solía llegar, las maestras llevaban ya tiempo esperándolos en la puerta para darles la bienvenida. A las 9, servíamos el desayuno a los niños: leche caliente y un panecillo. En las dos últimas semanas, empezó un periodo de ayuno previo a la festividad de la Asunción, por lo que muchos niños (los más mayores) sustituían la leche por té.


Después del desayuno, comenzaban las clases de los niños, tiempo que yo aprovechaba para prepara mis clases de la tarde (que comenzaban después de que los niños abandonaran la escuela) y para tomar un café y charlar con las chicas de la cocina.


Tras el recreo y una última hora de clase, llegaba el momento de repartir la comida a los niños, fundamentalmente sopa de verduras con lentejas, pasta o injera, mucha injera. Aquí creo que en más de una ocasión las maestras temieron que yo diese algún traspiés y me cayeran al suelo todos los platos de la bandeja que transportaba... y no las culpo. La verdad es que yo era la primera a la que le daba miedo que esto sucediera. Afortunadamente para los niños, todos los platos y su contenido llegaron intactos a sus destinatarios.


Durante todo el año, tras la comida y un rato de siesta, los niños continúan con las clases y, antes de regresar a casa, toman una merienda. Sin embargo, durante mi estancia en la escuela, los niños eran recogidos por sus padres después de la comida. Según me explicaron, esta reducción del horario se debía a que agosto es periodo de lluvias y, de esta manera, se reducía el riesgo a que la tormenta sorprendiera a los niños de regreso a su casa. Sé que a alguno podrá sonarle a excusa, pero lo cierto es que tenían toda la razón: esos días pude comprobar cómo el grueso de las tormentas se producía a diario, precisamente, a la hora a la que los niños habrían salido de clase si hubiesen hecho su horario completo.


En lo que se refiere al momento de la salida de los niños de la escuela, hay algo que llamó mi atención: el hecho de que los padres de los niños más pequeños, o la persona que fuera a recogerlos a la escuela, tuvieran que mostrar el carnet de identidad del niño para que las maestras los dejaran salir. Cuando, una vez de regreso, lo comenté a algunas amigas que tienen niños pequeños, la mayoría se sorprendieron y se lamentaron de que no se llevara este control en todas las guarderías y escuelas españolas.


Es cierto que la escuela Birham de Yeka tiene muchas carencias materiales, tanto de medios como de condiciones de sus instalaciones: las aulas resultan muy oscuras y frías, sobre todo en la época de lluvias en la que hay mucha humedad y el cielo está muy nublado, a lo que debe añadirse el que en la zona sólo haya suministro eléctrico los días alternos. Pero lo que es indiscutible es que estas carencias no afectan en absoluto al trato personal ni a la limpieza de la escuela. La escuela la mantienen muy aseada, algo que es muy importante si se tiene en cuenta que son las mismas aulas y los mismos pupitres los que sirven también de comedor y de mesa para los niños, tanto a la hora del desayuno como a la hora de la comida. En cuanto al trato del personal hacia los niños, es impecable. Se preocupan muchísimo por su bienestar y por que no les falte comida. Las maestras no pueden ser más cariñosas con ellos... y a los niños se les ve muy contentos con ellas.


La experiencia ha sido, desde todos los puntos de vista, muy enriquecedora para mí, y desde aquí quiero agradecer a Mediterranea que me brindara esta oportunidad. Pero además, aunque no creo que lleguen a leer esto, y tal vez precisamente por eso, quiero aprovechar esta ocasión para expresar mi enorme gratitud a todos los amigos que dejé en Etiopía. Esta experiencia no habría la misma sin ellos:


A todo el personal de la escuela, desde la directora hasta la limpiadora, pasando por todos los maestros, las chicas de la cocina y los guardianes, por su inmejorable acogida. Consiguieron que me sintiera en la escuela como en mi casa.


Como dice Zerihun, a la esperanza etíope: los niños. Por todos sus besos y abrazos. Nunca podrán imaginar lo que suponían para una aspirante a madre de etíope como yo.


A mis alumnos de las clases de inglés, por su paciencia y comprensión. También a Ato Ambachew por encontrarlos para mí.


A Zerihun, por su ayuda en mi primera visita a la escuela y por estar ahí cuando lo necesitábamos.


Por último, aunque sean ajenas a Mediterranea, no puedo olvidar a dos personas más. Mi buen amigo Getachew: por ayudarme desde la distancia con todos los preparativos previos a mi viaje, preocupándose por todos los detalles logísticos de mi estancia y poniéndome en “las ruedas” del buen Ayele, quien se preocupó de mi desplazamiento diario desde y hasta la escuela.


A todos ellos, y a tantos otros, no puedo dejar de mostrarles mi agradecimiento. Ellos ocuparán siempre un hueco en mi corazón. Confío en volver a verlos muy pronto.