Llevo días intentando dar forma a mis experiencias con Mediterránea. No es que me cueste escribir, no. Tampoco es que no haya una escasez de sentimientos, tampoco. Es que no sé muy bien cómo ordenar tantas experiencias, cómo reflejarlas sin que parezcan banales, pero tampoco
ultrasentimentales ni babosas.
Cuando surgió la posibilidad de viajar a Addis con esta pequeña ONG, me asusté. Mucho. Yo soy el típico producto de la sociedad occidental, y enfrentarme a cara descubierta con la forma en que vive la mayoría de la población mundial… pues como que no me hacía mucha gracia, la verdad. Me siento bien reciclando, apagando luces, comprando en tiendas de comercio justo, contribuyendo con alguna ONG, indignándome ante las injusticias… Pero, ¿vivirlo cara a cara? Estaba acongojada. Bueno, me voy a dejar de eufemismos: estaba acojonada, y eso que no soy precisamente una lánguida florecilla…
Cuando le expresé mi temor a Victoria, la responsable de los proyectos etíopes de Mediterránea, la ONG en cuestión, fui sincera. “No sabes lo babosa que estoy. Me voy a pasar el viaje llorando”. “No te preocupes”, me dijo. “En estas escuelas no se llora. Se ríe, y mucho.
Porque los niños son felices, porque allí se hacen muchas cosas bonitas”. “Sí, sí, vale”, pensé yo, “bla, bla, bla”. Pensé que su respuesta era una forma de calmarme Y de paso, metí tres paquetes (más) de pañuelos en la maleta…
Pero (una vez más), estaba equivocada. Porque sí, me pasé dos días llorando, pero a partir del tercero, me reí. Mucho. A veces con un humor más negro que el petróleo – o que su precio. Pero, sobre todo, me reí con energía en estado puro. Porque jamás en mi vida he estado expuesta a historias tan duras, tan desgarradoras, tan descarnadas como las que oí de mujeres de cabeza agachada y de hombres rotos por su destino, ni relatos tan horrendos como los que leí en ojos de niños abusados o de padres enfermos. Pero a la vez,jamás como hasta entonces cambié mi papel de espectador pasivo, de voyeur de la desgracia ajena, por el de partícipe activo en el alivio de esos dramas. Algo que supone un mundo – perdón, un universo – de diferencia.
El primer día, no pude dejar de llorar. Quería contenerme, pero no podía. Habían pasado horas desde mi última vivencia, y aún así, las lágrimas seguían escapándose de mis ojos (rojos) sin que pudiera evitarlo. De hecho, estaba en una terraza con mis compañeras de viaje, compartiendo mesa con una pareja etíope, cuando sentí la mirada de la parte femenina de ese dúo clavada en mí. Habló con su acompañante en amariña, la lengua del país. El chico se dio la vuelta y me preguntó, directamente, “mi amiga dice que estás llorando, ¿es verdad?”. Podría decir que se me ocurrieron tres o cuatro respuestas sarcásticas, pero no es verdad. Sólo pude asentir. “¿Por qué?”. ¿Qué le
iba a decir? Preferí no entrar en detalles.
Llorar da vergüenza
El segundo día, lloré bastante menos. Sobre todo, porque me daba vergüenza. Muchísima vergüenza, y no menos pudor. No sé, es algo indecente llorar ante gente que está viviendo auténticas tragedias.
Nuestras lágrimas de conmiseración son inevitables, pero fáciles. Es difícil contenerse, sobre todo para alguien inexperto, pero tengo claro que los protagonistas de estas historias no se merecen lágrimas, sino solidaridad. Real y efectiva.
El tercer día, me sentí fuerte. Y el cuarto, me sentí lista para ayudar de verdad.Porque entendí que no sólo era una espectadora, sino también, parte de la solución. Porque ese dinero que habíamos estado enviando (ese acto tan real, pero a la vez tan frío) había hecho cosas. De verdad. Había niños cuyo aspecto, en los diez meses del curso, había dado un vuelco espectacular. Madres que no habían tenido que dar a sus hijos. Padres que habían encontrado trabajo. Hombres enfermos que ahora sabían que, en caso de pasarles algo, sus hijos iban a tener un refugio. Abuelas que recibían esa ayuda vital. Todo tuvo mucho más sentido.
El caso que quizás mejor resuma la sensación de “hacer algo” lo viví con el caso de una mujer que tengo grabada en el alma. A la consulta llegó una mujer que, nerviosa, escondía un papel en un cuaderno escolar. Nos llevó tiempo saber qué pasaba: se atropellaba, lloraba, se ponía nerviosa… Era el resultado del test de VIH de su marido: positivo.Se acababa de enterar. Le animamos a hacerse ella también el test. “No,no, no”. Estaba aterrorizada. “No”. Lloraba, repetía “no”, volvía a llorar. “Tengo miedo, tengo miedo”. Le convencimos de que lo hiciera. “Si está infectada, podrá tratarse”, le aseguramos. “No saberlo no sirve de nada”, repetíamos. “Eres madre, tienes que estar bien”, decíamos una y otra vez.
Dos días más tarde, volvió. El resultado era positivo: ella también estaba enferma. No podía ni hablar: sólo nos alargó, llorando, temblando, la fatídica hoja. ¿Qué le dices a alguien en ese momento? Nada. La abrazas, la abrazas fuerte, la abrazas con todas tus fuerzas, la abrazas porque no sabes qué más puedes hacer. La abrazas porque la vida es injusta, porque estás allí y porque, en ese momento, no puedes hacer mucho más. Y lo curioso es que ese abrazo es de oro. Porque posiblemente a esa mujer nunca nadie la haya abrazado.Porque seguro que no le va a contar nunca a nadie más que está enferma: el estigma es demasiado grande. Si alguien lo supiera, perdería su trabajo y con él, la comida para sus hijos. Porque nunca más lo podrá repetir a nadie, ni siquiera a sus padres, ni siquiera a sus niños. Porque en ese momento es importante que la toquen, que la abracen, que la besen.
Lo mejor es que nuestra ayuda, afortunadamente, no se tiene que quedar sólo en eso, aunque sea mucho. Le podemos prometer que sus hijos irán al colegio. Que nadie les va a echar de las clases porque su madre sea seropositiva. Que alguien volverá regularmente para saber que está bien, para asegurarse que, con la medicación, podrá vivir mucho, mucho tiempo. Que verá crecer a sus hijos. Que si la echan del trabajo, podremos ayudarle.
“La miseria es como la guerra”
Este ha sido sólo un caso. Hay muchos, muchos. Casos de gente que no ha hecho nada para nacer donde ha nacido. Decía Ortega “yo soy yo y mis circunstancias”. Y tanto. Porque hay circunstancias – y hay circunstancias.
Una vez, escuché a una doctora etíope. Decía: “la gente teme la guerra, porque invade. Pero la miseria es como la guerra, también te invade y destroza lo que hay a su paso”. Y es cierto: la pobreza duele, embrutece, enloquece. Pero frente a historias de padres que abandonan a sus hijos; madres que salen corriendo al saber que están enfermos, dejando solos a sus bebés o abuelos que rechazan a sus hijos y nietos por ser alguno seropositivo, existen historias que sólo hablan de
solidaridad y de amor. Como el de la anciana, seca y torcida como un sarmiento, que con su pensión de 8 € ha acogido a la hija de su vecina fallecida de SIDA y la cría como hija suya, siendo su único miedo que le pase a algo y la pequeña quede abandonada… El chico de 17 años que se
hace cargo de sus hermanas de 11 y 5 años y trabaja limpiando zapatos para quedarse los tres juntos después de que su padre les dejara… El hombre enfermo de SIDA terminal que saca fuerzas de lo más profundo para no dejar su trabajo y sacar adelante a sus dos hijos… La mujer de buen corazón que soporta el maltrato de su marido porque se niega a dejar en la calle al hijo que acogió después de que su madre muriera, aunque tiene otros tres hijos y no le sobra un solo birr… Hay personas buenas y malas en todas partes, en el Primer y en el Tercer Mundo, pero reconozco
que ser solidario y generoso cuando la vida es tan dura tiene mucho, mucho mérito.
Una vez una conocida me dijo que en “esos países”, como las mujeres tenían más hijos,no los querían tanto, que sentían de otra forma a “nosotros”. Me gustaría coger del cuello a quien dijo eso y enfrentarle, cara a cara, con esas personas. Están resignados, sí, quizás porque la poca fuerza que tienen la necesitan para sobrevivir y salir adelante, pero no sienten menos, ni diferente.
Me dice una amiga que no basta con decir, como una Miss en un concurso, “lo que pido es la paz en el mundo y que no haya hambre”. Bonito pensamiento, sí, pero ya sabemos que tiene demasiado contenido como para hincarle el diente así sin más. Supongo que si al menos se contribuye a que se hagan unas cuantas cosas buenas, uno sabrá que no se ha quedado de brazos cruzados. ¡Aunque no sirvan para conseguir la paz en el mundo!
No me siento culpable por cómo está el mundo. Yo no lo he diseñado. Pero yo pertenezco a la parte que saca tajada de la situación. He nacido en la parte “buena”, aquella a la que le viene bien la miseria ajena aunque no la haya provocado. Por eso no me siento responsable, pero sí solidaria. Porque yo no elegí donde nací. Ellos, tampoco. Y porque he tenido la fortuna, la ¡inmensa! fortuna de poder ver en directo que la ayuda que hacemos llegar es, realmente, ayuda. Que cambia el destino de la gente. No de toda, no, pero sí de alguna. Y si ese es ya un concepto importante cuando se habla de él en frío, aún lo es más cuando cruzas mirada con mirada, piel con piel, mano con mano. Entonces, no tienes salida: estás obligado a no olvidar a los del otro lado del muro de
nuestro acomodo.